San Benito Cottolengo
Giuseppe Benedetto Cottolengo, el mayor de los 12 hijos de Giuseppe Antonio Bernardino y Angela Calerina Benedetta Chiarotti, nació la tarde del 3 de mayo de 1786 en Bra, Italia.
Debido a las circunstancias provocadas por la revolución francesa, Cottolengo se vio obligado a completar gran parte de sus estudios sacerdotales de manera clandestina. En junio de 1811 fue ordenado sacerdote y, poco después, fue coadjutor en Corneliano de Alba, en donde fue conocido por ser el único sacerdote quecelebraba la Misa de las tres de la mañana para que los campesinos pudieran asistir antes de ir a trabajar. Les decía: “La cosecha será mejor con la bendición de Dios”.
Obtuvo en Turín un Doctorado en Teología y más adelante se le nombró canónigo; sin embargo, esto no le satisfizo y cruzó por grandes crisis religiosas, ya que sentía el fuerte deseo de realizar algo por la comunidad cristiana de escasos recursos.
No había pasado mucho tiempo cuando su objetivo le fue revelado al presenciar, impotente, la muerte de Ana María Gonnet, una mujer embarazada y rodeada de sus hijos que lloraban; ella se encontraba enferma de un mal misterioso que necesitaba de cuidados intensivos; aún así, se le habían negado los auxilios más urgentes en varios hospitales, porque su embarazo estaba muy avanzado y porque era sumamente pobre. Pese a los esfuerzos del sacerdote para ayudarle a dar a luz en los establos de una posada, la mujer murió entre sus brazos en los momentos en que le proporcionaba los últimos sacramentos; de igual forma, Cottolengo alcanza a bautizar al bebé antes de que éste también falleciera. Ante la frustración de la muerte de madre e hijo, y los lamentos desesperados de los cinco huérfanos, el corazón del canónigo se conmovió y fue entonces quevendió todo lo que tenía, hasta su manto; alquiló un par de piezas y comenzó así su obra bienhechora, ofreciendo albergue gratuito a una anciana paralítica el 17 de enero de 1828, nombrando a esta primera semilla “Volta Rossa”. En poco tiempo, este lugar se convierte en un centro de hospitalidad para esas personas que no son aceptadas en los hospitales.
Pío IX la llamaba “la Casa del Milagro”. El canónico Cottolengo, cuando las autoridades le ordenaron cerrar la primera fase, ya repleta de enfermos, como medida de precaución al estallar la epidemia de cólera en 1831, cargó sus pocas cosas en un burro, y en compañía de dos Hermanas salió de la ciudad de Turín. En vez de desanimarse, el sacerdote comentó: “Las hortalizas, para que crezcan más, las trasplantan. Así nos va a suceder a nosotros. Nos trasplantaremos y así creceremos más”; y se fue hacia las afueras de la ciudad, a un barrio alejado llamado Valdocco, donde encontró un establo vacío en el que colocó a la entrada un letrero con las palabras de San Pablo: “Caritas Christi urget nos!” (La Caridad de Cristo nos anima).
De esta manera, la obra de Giuseppe Cottolengo se convirtió en lo que más adelante llamaría: “La Pequeña Casa de la Divina Providencia”. Poco a poco fue construyendo edificio tras edificio. A uno lo llamó: “Casa de la fe”; a otro: “Casa de la Esperanza”; a un tercero: “Casa de Nuestra Señora”; a otro “Belén”. Él llamaba al conjunto de estas casas “Mi Arca de Noé”. Allí se recibían toda clase de enfermos incurables. Destinó un edificio para los retrasados mentales, a los que llamó “mis queridos amigos”. Otro edificio fue dedicado a los sordomudos y un pabellón para los inválidos. Los huérfanos, los desamparados, los que eran rechazados en los hospitales, eran recibidos sin ninguna condición en la Pequeña Casa de la Divina Providencia. Un escritor francés comentó ante estos hechos: “Esto es la Universidad de la caridad cristiana”.
No tenía dinero y, sin embargo, pensaba en ampliar más y más su Hospital; a todos les repetía gozoso: “A la Divina Providencia de Dios le cuesta lo mismo alimentar a 500 que a 5,000”. La gente opinaba que “La Pequeña Casa de la Divina Providencia” era como una pirámide al revés que se apoyaba sobre un único punto: la gran confianza en la bondad de Dios. Y en verdad que el modo de obrar de este santo era totalmente al revés de lo ordinario: si faltaban las ayudas necesarias mandaba a averiguar si sería que había alguna cama vacía sin enfermos, y si la encontraban, exclamaba: “Esa es la causa de que no nos estén llegando ayudas. ¡Es que estamos haciendo cálculos y guardando camas sin enfermos!”. Cuando, quienes le auxiliaban en su bienhechora tarea, le decían: “¡Ya no quedan camas!”, era cuando él respondía: “Entonces acepten más enfermos”. Si le informaban: “Se acabó el pan y faltan los demás alimentos”, él respondía: “Entonces reciban más pobres”.
Era admirable la fe ciega que tenía en la Divina Providencia, ya que les explicaba continuamente a sus ayudantes: “Nos podrán fallar las personas, nos fallarán los gobiernos, pero Dios no nos fallará jamás ni siquiera una sola vez”. Cuando notaba que alguien empezaba a dudar, añadía: “Dios responde con ayudas ordinarias a los que tienen una confianza ordinaria en él, pero responde con ayudas extraordinarias a los que tienen en él una confianza extraordinaria”. Y, efectivamente, Dios no le falló, ni siquiera una sola vez, a este amigo suyo que tanta fe tenía en sus ayudas oportunas.
Desafortunadamente la naturaleza humana no disculpó a este milagroso benefactor, y su salud comenzó a decaer: ya no tenía la misma fuerza con la que había iniciado. A sus 56 años, comentaba bonachonamente en su lecho de muerte: “El asno ya no quiere caminar”. Las últimas palabras entrecortadas que pronunció, fueron aquellas del salmo 122: “Que alegría cuando me dijeron: vamos a la Casa del Señor”. Murió en Chieri, Italia, el sábado 30 de abril de 1849, y lo sepultaron el 1º de mayo.
Había salido de “La Pequeña Casa de la Divina Providencia” para dejar el espacio a la nueva guardia. Cottolengo fue beatificado por el papa Benedetto XV en 1917 y, más tarde, fue definido como “un genio del bien” por Pío XI, quien lo canonizó el 19 de marzo de 1934, junto con su gran amigo y vecino San Juan Bosco.